EL PERIODISMO DE JOSÉ MARTÍ
A propósito del Día de la Prensa Cubana y el 120 Aniversario de la fundación de PATRIA
Por Carlos Rodríguez Almaguer.
“No es el oficio de la prensa periódica informar ligera y frívolamente sobre los hechos que acaecen, o censurarlos con mayor suma de afecto o de adhesión.
Toca a la prensa encaminar, explicar, enseñar, guiar, dirigir; tócale examinar los conflictos, no irritarlos con un juicio apasionado; no encarnizarlos con un alarde de adhesión tal vez extemporánea, tócale proponer soluciones, madurarlas y hacerlas fáciles, someterlas a consulta y reformarlas según ella; tócale, en fin, establecer y fundamentar enseñanzas, si pretende que el país la respete, y que conforme a sus servicios y merecimientos, la proteja y la honre.”
Así definía un periodista llamado Orestes, en La Revista Universal de México el 8 de junio de 1875, el papel de la prensa. Orestes, era José Martí, y tenía sólo 22 años.
Aquí se resumen en forma clara los objetivos y las misiones del periodismo ético y revolucionario que Martí predicó, y en torno a esos conceptos quisiera dialogar con ustedes, cuando estamos próximos a conmemorar el día del periodismo cubano y el aniversario 108 del surgimiento de Patria, que más que un periódico, fue la voz de Martí anunciando la nueva era americana.
Desde la perspectiva del Maestro, el periodista debía ser orgánicamente revolucionario, no sólo en política, sino en el más cabal sentido del término; o quedar reducido a la categoría de simple repetidor o amplificador de acontecimientos. Debía conocer desde la nube hasta el microbio y estar atento a los signos de los tiempos.
La tesis fundamental sostenida en el ensayo Nuestra América, de 1891, es el reconocimiento de la originalidad de nuestros pueblos, y por tanto, la que debía caracterizar a nuestra cultura. Todo esto se perfila desde una dimensión deontológica que tiene raíces profundas en los precursores de la América Hispana, desde Simón Rodríguez, el preceptor del Libertador, pasando de forma excepcional por el propio Bolívar, hasta su marcada resonancia en el pensamiento político y cultural de los padres fundadores de la nación cubana: José Agustín Caballero, Félix Varela, Don José de la Luz, etc., en cuyas esencias bebió el Maestro.
El deber ser americano fue la gran obsesión de Martí, y ese deber ser también –y pudiéramos decir que sobre todo, por cuanto sería un catalizador del proceso continental— incluía al periodismo. Desde El Diablo Cojuelo, su primer trabajo periodístico, donde plantea de forma tajante la disyuntiva histórica que marcaría su propia existencia: “O Yara o Madrid”, hasta el poema épico-dramático Abdala, en el que traza la aptitud que debería asumir ante la tierra amenazada un verdadero patriota, se refleja su visión de la prensa como un medio y no como un fin. No es extraño que su primer periódico, donde publica este poema a que nos hemos referido, se llame La Patria Libre, y que su último intento editorial lleve por nombre igualmente Patria.
En la recientemente concluida Conferencia Internacional Por el Equilibrio del Mundo , el Comandante de la Revolución Sandinista, Tomás Borges, calificó a Martí como “un hombre tan completo como una galaxia”, y esa galaxia, ese universo que es el Jardinero de la Rosa Blanca, estará signado por el afán de libertad para su patria en un primer momento, y luego del destierro y las peregrinaciones --que le aumentaron el conocimiento de otras realidades--, por la necesidad de la redención universal del hombre a través del pleno disfrute de lo alcanzado hasta ese momento por la cultura humana,--entendiendo cultura como una segunda naturaleza.
Desde el periodismo, Martí pudo influir en la formación del hombre nuevo –que él llamó Homagno, es decir: Hombre Magno— que habitaría estas tierras. Esto puede verse de manera explícita en casi todos sus trabajos que aparecen en las principales publicaciones del continente, y de manera especial en El Carácter de la Revista Venezolana, donde asume de forma valiente la posición incorruptible de enseñar, aún a pesar de las almas frívolas y contra intereses mercantiles que habrían de malograrle varias veces sus altruistas esfuerzos, aquellos elementos útiles a nuestras repúblicas americanas:
“Débense al público, no aquella explicaciones que tengan por objeto cortejar gustos vulgares, ni ceder a los apetitos de lo frívolo; sino aquellas que tiendan a asegurar el éxito de una obra sana y vigorosa, encaminada, por vías de amor y de labor, a sacar a luz con vehemencia filial cuanto interese a la fama y ventura de estos pueblos.”
En uno de los principales proyectos editoriales que concibió para la formación de ese Homagno americano, La Edad de Oro, expresa: “Así queremos que los niños de América sean: hombres que digan lo que piensan, y lo digan bien: hombres elocuentes y sinceros.” Y en una nota al pie de una de las versiones de su drama Adúltera, dejó escrito: “Yo no pinto a los hombres que son, pinto a los hombres que debieran ser.”
Esto explica el pueblo que traza Martí en su artículo Vindicación de Cuba, en respuesta a las ofensas que a los cubanos había proferido el diario The Manufacturer, de Filadelfia, al analizar la posibilidad de la anexión de la Isla por parte de Estados Unidos. Este pueblo existía en la diáspora, disperso entre las emigraciones y la Isla colonizada; sin embargo, se había objetivado en la mente de Martí quien lo fundamenta en unos cuantos nombres de cubanos prominentes, que eran, según su visión, la afirmación palpable de la existencia potencial de elevadas virtudes morales y capacidades inteligentes en los hijos de la Antilla esclava. Esa certeza era la clave de la realización práctica de una república diferente a las hasta entonces conocidas por Martí, teniendo en cuenta que este había vivido la realidad colonial cubana hasta su destierro en 1871, luego conoció de cerca a la metrópoli; México con sus poetas y sus caudillos; Guatemala con sus noblezas y sus miserias; Venezuela con sus héroes y sus tiranos, y finalmente los Estados Unidos con sus grandes pequeñeces y sus pequeñas grandezas. No debía ser, pues, la república martiana semejante a ninguno de esos modelos.
No obstante su pudorosa modestia, Martí supo de sí, del tamaño de su pensamiento, de la luminosidad de sus virtudes, y eso lo llevó a menudo a traspolarlas a sus elogiados o a sus personajes. Juan Jerez, el protagonista de Amistad Funesta, reúne en sí muchas de las virtudes que el propio autor defiende como causa sagrada de su vida. El traje negro bien cepillado, del personaje de Amor con amor se paga, tiene mucho que ver con la indumentaria habitual del Apóstol. No son pocos los exégetas que han descubierto en la rebeldía de Walt Whitman, la bondad de Peter Coper, la autenticidad de Oscar Wilde, en las virtudes de Longfellow, o en lo ecuménico y anunciador de Emerson, muchos de los atributos del propio Martí. En su elogio del venezolano Cecilio Acosta, obra de justicia que le costó ser expulsado en 24 horas de la patria de Bolívar, leemos lo que sin agregar puntos ni comas pudiéramos decir de él:
“Este fue el hombre, en junto. Postvió y previó. Amó, supo y creó. Limpió de obstáculos la vía. Puso luces. Vio por sí mismo. Señaló nuevos rumbos. Le sedujo lo bello; le enamoró lo perfecto; se consagró a lo útil. Habló con singular maestría, gracia y decoro; pensó con singular viveza, fuerza y justicia. Sirvió a la Tierra y amó al Cielo. Quiso a los hombres, y a su honra. Se hermanó con los pueblos y se hizo amar de ellos. Supo ciencias y letras, gracias y artes.”
La necesidad de levantar al hombre lo lleva a procurar ponerlo al tanto sobre los más diversos acontecimientos de su época. Por ello, ofrece minuciosos análisis sobre grandes exposiciones, ferias, descubrimientos, inventos o tradiciones de las más distintas regiones. Su Sección Constante en La Opinión Nacional de Caracas, es una muestra de variedad y síntesis informativa: nada gratuito, sólo lo esencial; nada de lo esencial mutilado por razones de espacio o de prisas.
Tal vez el ejemplo más preciso del papel social del periodista nos lo ofrezca en sus Crónicas, tanto la europeas como las que hace de Nueva York. El análisis crítico y multifacético que realiza de esas sociedades constituyen verdaderos tratados de sociología y de psicología social. El no quedarse en las causas aparentes sino ir a las esencias, a las raíces más oscuras de estos males, es una gran lección para quien intente explicarse las relaciones sociales en cualquier latitud y en cualquier época. Su labor no se limita a la revelación del mal y de sus causas, sino que aconseja varias soluciones. No es francotirador, es padre amoroso que estudia y aconseja, increpa y absuelve.
Al desbrozar El Carácter de la Revista Venezolana, deja claro que la función social del periodista va más allá de la de ser un heraldo de lo cotidiano. “Es fuerza meditar para crecer—nos dice--: y conocer la tierra en que hemos de sembrar. Es fuerza convidar a las letras a que vengan a andar la vía patriótica, del brazo de la historia, con lo que las dos son mejor vistas, por lo bien que hermanan, y del brazo del estudio, que es padre prolífico, y esposo sincero, y amante dadivoso.”
Conocer. Meditar. Dos factores imprescindibles al periodista a la hora de enfrentar el análisis de cualquier asunto siquiera sea el más trivial. Meditar, conocer: he ahí la secreta ciencia del periodismo de José Martí. Algunos han tratado de apocar el innegable influjo del cubano en el periodismo hispano achacándolo a esta o aquella atenuante: que si la época, que si el desarrollo, que si el no estar sujeto a un sector determinado se la sociedad... El tamaño del periodista que fue no está dado por la poquedad de su época, que dio voces que aún hacen vibrar los claustros de nuestras escuelas de letras; tampoco por el grado de desarrollo en que se encontraban nuestras repúblicas americanas: ¡léanse sus textos y veremos si no se ruboriza el más exigente lector de la era tecnotrónica!; mucho menos se puede justificar con el no haber estado atado a un sector único de la sociedad: él, que habló como un erudito de economía política, agricultura, arte, literatura, modas y costumbres, y de cuanto fue preciso y creyó útil al mejoramiento humano.
Sólo a la enorme base cultural que cimentó y en la que se apoyaban sus juicios, unida a la capacidad excepcional de ver –porque miraba con el corazón-- donde otros no veían, por la comparación, por el análisis, se debe la magnitud de su legado periodístico; y a su indómita voluntad de participar de manera activa en la construcción de un mundo nuevo en una época que llamó de reenquiciamiento y remolde, donde debía cotejarse a la novedad de los sucesos, la novedad de la palabra y del estilo que debían describirlos y desentrañarlos.
En torno a la vieja polémica sobre el estilo, en este artículo sobre El Carácter de la Revista Venezolana, está la causa primigenia de aquellas “salidas de bramidos” y “resonancia de metal” de que refiriéndose a él hablara Domingo Faustino Sarmiento. Así como no eran idénticos ni en asunto ni en atmósfera los distintos sucesos de que habría de dar cuenta el periodista, ni idéntico el público lector, así debía variarse el tono de la plática. “Uno es el lenguaje del gabinete: otro el del agitado parlamento—nos dice--. Una lengua la habla la áspera polémica: otra la reposada biografía.” Y echando abajo viejas teorías estilísticas, arremete con la fuerza natural que trae en sí todo alumbramiento: “Este es el color, y el ambiente, y la gracia, y la riqueza del estilo. No se ha de pintar cielo de Egipto con brumas de Londres; ni el verdor juvenil de nuestros valles con aquel verde pálido de Arcadia...” para enseguida rematar con una frase lapidaria: “Sólo que aumentan las verdades con los días, y es fuerza que se abra paso esta verdad acerca del estilo: el escritor ha de pintar, como el pintor. No hay razón para que el uno use de diversos colores, y no el otro. Con las zonas se cambia de atmósfera, y con los asuntos de lenguaje.”
En su función formativa, el periodista debía tener claro su objetivo. No decir por el prurito de sentar cátedra en la prensa o en la lengua, ni hacer gala de una sapiencia estéril para acabar como los que él llamó “póstumos enclenques del dandismo literario del segundo imperio”, sino decir con aquel elevado concepto ético de lo humano trascendente que lleva al individuo a ser su mayor crítico y su mejor preceptor; para ello había de conocer que para la formación de este hombre superior era necesario conocer sus grandezas y sus miserias y contar con ambas. Él, que creía que el hombre es capaz de lo hermoso, sabía también que todo hombre lleva en sí una fiera dormida, pero que es una fiera admirable porque le es dado llevar las riendas de sí mismo, y había que dar oportunidad a lo mejor para que prevaleciera sobre lo peor, si no lo peor prevalece.
No era Martí un ingenuo en el conocimiento de la naturaleza humana. Sabía los defectos de los hombres, y sabía también de sus virtudes y potencialidades; y ante esa batalla que debía librarse en el interior de cada ser humano, se sentía feliz de poder enseñarlo a vencer sus oscuridades, por haberlas vencido en sí mismo. De aquí que no importa el tema de que trate, siempre estará presente su mensaje ético y humanista.
Su vocación y elevado magisterio lo lleva continuamente a dar los giros más sorprendentes dentro de un mismo texto. Así, tenemos que en su referencia crítica titulada El Cristo de Munkacsy, comienza refiriendo la fastuosidad y los honores rendidos por los magnates de la ciudad al pintor, para pasar de inmediato a minimizarlos al lado de los que recibe “su sublime Cristo”, y luego establece un símil entre la vida del pintor y la del personaje: “...es preciso,—nos dice—para entender bien a Jesús, haber venido al mundo en pesebre oscuro, con el espíritu limpio y piadoso...” y a continuación ofrece elementos de la vida del autor: “Este Michael Munkacsy (... ) era en los primeros años de su vida un pobrecillo Miska (...) De hambre murió la madre de Munkacsy. Su padre murió preso. Los ladrones que nacen de la guerra, dieron muerte a lo que quedaba de la casa y sólo a él lo dejaron vivo, junto al cadáver de su tía. El niño no sabía reír.” Después de estas referencias la pintura cobra otra resonancia para los lectores; es algo más que la repetida representación de Cristo ante Pilatos. Este Cristo tiene con el pintor un vínculo mucho más profundo que una filiación religiosa o puramente estética.
En esta crítica, Martí enuncia sus propias concepciones éticas, estéticas y humanistas en la interpretación que hace de la obra y del autor: define de manera transparente aquellos que considera “los poderes más temibles y activos de la vida: el egoísmo y la envidia.” Dice que en la naturaleza humanan no cabe “el perdón inmaculado y absoluto (...) cabe el placer de domar la ira, pero sería menos hermosa y eficaz la naturaleza del hombre si pudiese sofocar la indignación ante la infamia, que es la fuente más pura de la fuerza.” Y remata reconociendo que lo más significativo del cuadro es la victoria de la idea nueva, “es el Jesús sin halo, el hombre que se doma, el Cristo vivo, el Cristo humano, racional y fiero.”
Esta descripción, que pudiéramos llamar sin temor “cinematográfica”, es la forma martiana de “pintar con la palabra”. Además de la conocida anécdota contada por él mismo en La Edad de Oro sobre la opinión de una señora a propósito de La exposición de París, en su obra encontramos numerosos escritos donde podemos disfrutar del genio imaginativo de Martí capaz de reconstruir, a partir de lecturas de otros diarios –Martí retoma información directa de varias publicaciones (muchos de sus contemporáneos lo recuerdan atravesar las calles de Nueva York rumbo a su oficina cargado de periódicos) y la trasforma en un producto artístico de elevada factura estética--, sucesos que habían ocurrido a miles de kilómetros de distancia o varios siglos antes, como si fueran narrados por un testigo presencial: El terremoto de Charleston es un ejemplo de ello, o la síntesis que ofrece de La Ilíada, en La Edad de Oro.
En el primero, luego del lead rudo que atrapa la atención del lector: “Un terremoto ha destrozado la ciudad de Charleston” , hace una descripción armoniosa de la ciudad antes del cataclismo, sus casas, calles, atmósfera y costumbres, como para acentuar aún más la magnitud del desastre que habrá de narrar luego: “Cada casita tiene sus rosales, y su patio en cuadro, lleno de yerba, y girasoles y sus naranjos a la puerta. (...) se vive con valor en el alma y con luz en la mente en aquel pueblo apacible de ojos negros.” Y luego pasa bruscamente –como brusca fue la sorpresa que el sismo provocó en los tranquilos habitantes—a la descripción de la tragedia: “Y ¡hoy los ferrocarriles que llegan a sus puertas se detienen a medio camino sobre sus rieles retorcidos, partidos, hundidos, levantados; las torres están por tierra; la población ha pasado una semana de rodillas; los negros y sus antiguos señores han dormido bajo la misma lona, comido el mismo pan de lástima, frente a las ruinas de sus casas, a las paredes caídas, a las rejas lanzadas de su base de piedras, a las columnas rotas!”
Ni siquiera al describir una tragedia pierde ocasión de una enseñanza: la igualdad infalible de los hombres ante las fuerzas de la naturaleza y del destino. Los negros y sus antiguos amos fueron por igual víctimas de la catástrofe, sienten igual dolor y duermen juntos bajo la misma lona.
Veamos dos ejemplos de mensajes que pudiéramos llamar subliminales dentro del periodismo martiano. En La Edad de Oro, inicia su síntesis de La Ilíada de esta manera: “Hace dos mil quinientos años era ya famoso en Grecia el poema de La Ilíada.” Y en la narración donde describe la vida de nuestros indios americanos, Las ruinas indias, comienza diciendo: “No habría poema más triste y hermoso que el que se puede sacar de la historia americana.” Otros pueblos tenían una historia antigua: los hispanoamericanos debían escribir la suya.
El periodismo de José Martí es de predica y combate. Desde el concebido como pura pedagogía al estilo de La Edad de Oro, hasta el que aparece en Patria. Este último merece mención aparte porque resume el concepto martiano de que el periodista es un soldado de las ideas, y como todo soldado ha de tener bien definida su estrategia y su táctica. No todos los temas se pueden tratar de la misma manera en todos los momentos. Un análisis sincero de una cuestión determinada hecho a destiempo, puede malograr el resultado de una acción necesaria para la consecución de un objetivo vital a la causa que se defiende. De aquí que, además de sabio y bueno, el periodista debe ser astuto –no pícaro, porque todos los pícaros son tontos— de lo contrario volverá contra sí mismo sus armas. Aquellas flaquezas de lo propio que es imprescindible ventilar entre los compatriotas, --porque lo que ha interesar al periodista honrado es sanear el mal y no armar alharaca-- no han de sacarse innecesariamente a la vista del enemigo que las aprovechará sin duda en su beneficio.
En el artículo Nuestra Prensa, publicado en Patria, expresa: “una es la prensa, y mayor su libertad, cuando en la república segura se contiende, sin más escudo que ella, por defender las libertades de los que las invocan para violarlas, de los que hacen de ella mercancía, y de los que las persiguen como enemigas de sus privilegios y de su autoridad.
Pero la prensa es otra cuando se tiene en frente al enemigo. Entonces en voz baja se pasa la señal. Lo que el enemigo ha de oír, no es más que la voz de ataque.” Esta lección es permanente.
Muchas son las enseñanzas que de la vasta obra periodística martiana podemos tomar para los profesionales de la prensa revolucionaria que a 150 años del natalicio de aquel Hombre Magno ejercen esta labor en condiciones tan difíciles como las que él vivió, defendiendo del peligro mayor de nuestra América, con el enemigo enfrente, a la Revolución que soñó y que vivió en sí.
Si un mensaje pudiéramos enviarles a nuestros profesionales de la prensa en este sesquicentenario del Apóstol, y a sólo unos días del 108 aniversario de la fundación de Patria, Día del periodismo cubano, es que no pueden ver a Martí como un personaje histórico anclado en los 42 años de su existencia física en la segunda mitad del siglo XIX. Martí es algo que nos acompaña en los albores del siglo XXI, una fuente inagotable de espiritualidad y sabiduría no sólo por lo que sabe, que es mucho, sino por las ansias que transmite de aprender aquello que no se conoce, o se conoce mal. Es el guía que nos enrumba por el único camino que hará perdurable la obra de cualquier hombre, y ese camino es la entrega sin límites al logro del mejoramiento humano, la confianza infinita en la vida futura y en la utilidad de la virtud.
De él, hoy sólo con sus propias palabras hablando de Cecilio Acosta, podríamos decir: “En suma: de pie en su época, vivió en ella, en las que le antecedieron y en las que han de sucederle. Abrió vías, que habrán de seguirse; profeta nuevo, anunció la fuerza por la virtud y la redención por el trabajo. Su pluma siempre verde, como la de un ave del Paraíso, tenía reflejos de cielo y punta blanda. Si hubiera vestido manto romano, no se hubiese extrañado. Pudo pasearse, como quien pasea con lo propio, con túnica de apóstol. Los que le vieron en vida, le veneran; los que asistieron a su muerte, se estremecen. Su patria, como su hija, debe estar sin consuelo; grande ha sido la amargura de los extraños; grande ha de ser la suya. ¡Y cuando él alzó el vuelo, tenía limpias las alas!”
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