miércoles, 23 de mayo de 2012



El amor como energía revolucionaria: 
el caso de Martí y los Cinco




Por Carlos Rodríguez Almaguer.


Hablaremos de un hombre y su tema. Sí, “su tema”, porque las diversas aristas desde las que podemos enfocar el pensamiento, la vida y la obra de José Martí, convergen en un punto ubicado más allá del horizonte tangible: el Amor. Y digo más allá del horizonte tangible porque José Martí es también eso: un horizonte, al que podemos acceder por múltiples caminos. Desde la poesía hasta el derecho, pasando por el periodismo y la oratoria, hasta la diplomacia y la pedagogía y aún más. Fue, en esencia, un Maestro del Amor, pero no del amor expresado solo en forma de afecto o simpatía (lo cual ya fuera suficiente para tener una vida a la vez útil y dichosa) , tampoco hablo del amor carnal (si quisiéramos llamar amor al deseo) sino de un amor mayúsculo que trasciende las relaciones diversas, conflictivas y necesarias establecidas por los hombres en sus diferentes tipos de organización social, para ir a la esencia misma del hombre: su condición humana y su relación con la naturaleza: la Ley del Equilibrio, su “ley matriz y esencial”, el punto neurálgico de su cosmovisión.

Si el amor para la mayoría de los mortales significa un sentimiento, hay un tipo de hombres para los que el amor significa sobre todo una Energía, y en el caso específico de José Martí, el Apóstol de Cuba, esa energía era esencialmente revolucionaria en tanto de ella se alimentó para emprender su magna labor de transformación que abarcó todos los espacios en los que tuvo tiempo de interactuar durante sus brevísimos cuarenta y dos años de existencia física en la segunda mitad del siglo XIX, y cuyo objetivo supremo fue siempre mejorar al ser humano como única y perdurable vía para mejorar las sociedades en que este se organiza, y con ellas mejorar al mundo. “Tenemos —como dice Fina García Marruz en su libro El amor como energía revolucionaria en José Martí— todo  el derecho de no compartir esta visión suya integral, orgánica, del mundo, pero no de ignorarla.”

Puede tenerse una idea de lo que para este hombre significaba ese amor superior cuando descubrimos que, en medio de las más increíbles turbulencias que tuvo que desafiar y vencer en su afán de alistar las conciencias y los corazones para las futuras contiendas de la patria, es capaz de dejar escrito en el álbum de una joven cubana, Clemencia, hija del General Máximo Gómez, que: “La única verdad de esta vida, y la única fuerza es el amor. En él está la salvación y en él está el mando. El patriotismo no es más que amor. La amistad no es más que amor. Y la única almohada en que se descansa de la pena y fealdad que se ve es el hogar donde la modestia se ha puesto la corona de la honra, y solo hay sonrisas para la abnegación y la sinceridad.”[1]

Para quienes han pretendido ver en Martí, tomando en cuenta sus constantes referencias al amor, a un “romántico”, asumiendo este término peyorativamente, sépase que no fue nuestro hombre magno de los que se desmayan al oler una flor, ni inofensiva y arrulladora paloma.  Aquel que supo y dijo que “por la tierra hay que pasar volando, porque de cada grano de polvo se levanta el enemigo a echar abajo, a garfio y a saeta, cuanto nace con alas”, sabía también, y dijo, que “hombres y pueblos van por este mundo hincando el dedo en la carne ajena a ver si es blanda o si resiste, y hay que poner la carne dura, de modo que eche afuera los dedos atrevidos”.

Y romántico, como fue modernista, el hombre que en esencia fue sencillamente original, porque traía la estrella y la paloma en el corazón. Por encima de su estilo literario, está, inundándolo y condicionándolo, su peculiarísima manera de ver el mundo y de penetrar en el misterio de la existencia humana. Su estilo no fue más que la expresión de su sentir y por tanto, expresión menor, porque, dice él, “la poesía escrita es grado inferior de la virtud que la promueve; el hombre es superior a la palabra.”

Más que en las razas, la religión, la posición social o el país de origen, Martí se centró en la capacidad de los hombres para amar y asociarse, porque era allí, diría él, donde estaba “el secreto último de lo humano”. Para este “hombre supremo de la raza”, como lo definiera Gabriela Mistral, “Los hombres van en dos bandos: los que aman y fundan; los que odian y deshacen.” Cualquier otra división entre los hombres la consideraba “un crimen contra la humanidad.”

Sin embargo, parece ser nuestro destino, siempre la humanidad ha repetido una y otra vez la misma historia sin que hasta ahora hayamos aprendido la lección. Hombres y mujeres que desde el amor construyen una vida, una familia, una sociedad; y otros que desde el odio quieren siempre destruir, y veces hasta lo consiguen, una vida, una familia o una sociedad.

Caso raro el de Martí, un humanista que, obligado por las circunstancias, tuvo que organizar una guerra en la que habrían de morir hombres de ambos bandos. Le agregó cuanto adjetivo podía hacerla menos cruel y repudiable: guerra necesaria, necesaria y breve, pero el más conmovedor fue el de “guerra sin odio”. Aparentemente ingenuo, este título era la expresión de una conciencia clara de que “el odio no construye”, “sólo el amor engendra melodías.”

Esta tradición martiana del amor como energía movilizadora para realizar los sueños de justicia humana y en especial los de Cuba, ha sido una de las principales herencias que nos legara el Hombre de la Edad de Oro. Desde Julio Antonio Mella hasta Fidel, pasando por los alfabetizadores y los que pelearon en Girón, hasta los maestros, médicos, constructores y combatientes internacionalistas que contribuyeron a confirmar la máxima martiana de “la identidad universal del hombre”, los cubanos hemos luchado en el día a día por proteger aquella “fe en el mejoramiento humano, en la vida futura y en la utilidad de la virtud” anunciada por Martí en el prólogo al Ismaelillo.  

Expresión cabal y conmovedora de esta particular manera martiana de asumir el amor como una energía revolucionaria, es el caso de cinco jóvenes cubanos que, por necesidad inaplazable de proteger la obra de amor de su pueblo con todo lo que de sensible y humano esto entraña, no vacilaron en dejar a un lado profesiones y proyectos de vida, alejándose de familias y amigos para entrar, con la estrella que ilumina y mata en la frente y la paloma en el corazón, a las oscuras catacumbas donde anidan el odio y el rencor. Ellos, como Martí en la lucha por la independencia y Fidel en la lucha contra la tiranía, sabían que “el verdadero hombre no mira de qué lado se vive mejor sino de qué lado está el deber.” Y que “este es el verdadero hombre práctico, cuyo sueño de hoy será la ley de mañana.”

Gerardo, René, Ramón, Fernando y Antonio, son en nuestros días la expresión más alta de esa “fe en el mejoramiento humano” y de “la utilidad de la virtud”. Sus tiranos no han podido doblegarlos porque nada puede el odio contra un hombre que canta en el silencio, cuya energía vital proviene del amor que profesa por la más alta de las causas humanas que es la justicia: “Ese sol del mundo moral” del que hablara en su tiempo y para todos los tiempos el sabio Don José de la Luz y Caballero. De esa fe han hecho su escudo, y de tan poderosas ideas han fabricado las trincheras desde donde mantienen a sus enemigos sumidos en la más lastimosa impotencia, cuya expresión más ostensible es la prepotencia con que tratan, desde su posición injusta y denigrante de fuerza, a nuestros cinco hermanos.

 Desde sus cartas familiares, donde el amor a los suyos es una constante conmovedora y a la vez reveladora de la naturaleza de estos hombres, pasando por la dignidad y firmeza de sus alegatos de defensa que constituyen, sin duda, los principales documentos con que comienza la historia del derecho cubano en el siglo XXI, hasta la ética expresada en su mensaje al pueblo de los Estados Unidos, reconociendo una vez más la diferencia entre pueblo y gobierno norteamericanos, todo en ellos nos acerca a Martí. Pero lo más martiano de su martianidad, si se me acepta la expresión, es su incapacidad total para odiar, siquiera sea a sus verdugos, pues de estos compadecen su pobre humanidad, su indefensión moral. Para ellos sería también la Rosa Blanca. Leyendo sus alegatos, el mensaje al pueblo norteamericano ya citado, los versos de Antonio, Ramón y Gerardo, las cartas de estos y también las de René y Fernando, encontramos expresiones de marcadas resonancias martianas. Desde El Presidio Político en Cuba, los Versos Sencillos, aquellos otros “endecasílabos hirsutos”, hasta las cartas a María Mantilla, desfilan ante nuestros ojos imágenes de una nitidez presencial, casi idénticas, como casi idénticas han sido las circunstancias y el estado del espíritu en que las han producido sus autores.

Léase El dulce abismo, ese texto mayúsculo, expresión sencilla del amor humano, que debería estar en la casa de todo cubano digno porque en esas Cartas de amor y esperanza de cinco familias cubanas, como reza el subtítulo, encontraremos —para decirlo con la escritora norteamericana Alice Walker— “una de las más importantes lecciones (que requiere nuestro tiempo): cómo ser un padre, cómo ser un esposo, como ser un amante.” A lo que agregaríamos, además, “como ser un hijo”. Las familias igualmente revelan la estirpe de sus hijos. No reclaman venganza; demandan justicia. La justicia libera, la venganza corroe.

A través de la poesía, el dibujo, la pintura, la correspondencia epistolar a los familiares, amigos y a los cientos de miles de personas que en todos los idiomas y desde todas partes del mundo les escriben dándoles su apoyo, los Cinco han dado muestras de una fortaleza espiritual inconmovible, demostrando una vez más que “un principio justo desde el fondo de una cueva puede más que un ejército.” El arte, la literatura, la solidaridad, han devenido entonces espacios de libertad que ningún imperio ha podido impedir ni coartar.

Quien lea las cartas de Gerardo y vea sus graciosísimos e inteligentes dibujos, las cartas conmovedoras de René, Fernando y Ramón, o vea las maravillosas pinturas y dibujos de Tony, comprenderán cuanta razón asiste al poeta Miguel Barnet cuando dice, con toda justicia, refiriéndose a ellos que “Ustedes (…) en una celda oscura, son más libres que el aire.”

Resulta de todo punto imposible para la mentalidad usurera y revanchista del gobierno norteamericano, comprender la actitud de los Cinco, como no comprendió tampoco la de Martí e igualmente se equivocó con Fidel, a tal punto que al cabo de todos los fracasos han dejado su vida, como todas las demás, en manos del tiempo. Buscan en las formas políticas, en las generaciones sucesivas, lo que en realidad está en la esencia de la resistencia cubana simbolizada hoy en los Cinco, y que es el haber comprendido a tiempo y convertir en piedra angular de nuestro proyecto social, esta verdad martiana, tremenda e inconmovible: “Los hombres necesitan a menudo quienes les muevan la compasión en el pecho y las lágrimas en los ojos, y les haga el supremo bien de sentirse generosos, que por maravillosa compensación de la naturaleza, aquel que se da crece, y el que se repliega en sí, y vive de pequeños goces y solo piensa avariciosamente en beneficiar sus apetitos, se va trocando de hombre en soledad, y lleva en el pecho todas las canas del invierno, y llega a ser por dentro y a parecer por fuera, insecto.”

Ayer, hoy y siempre, desde José Martí hasta los Cinco Héroes, “el problema, señor —como  diría Silvio Rodríguez— sigue  siendo sembrar amor.”    



[1]  José Martí. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. Tomo 5, página 21.

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