Del alma de la revolución, y del deber de América en Cuba*
Guillermo Castro HerreraPara Fernando Martínez Heredia, parlamentario en una trinchera
Martí de José Luis Fariñas, pincel y técnica mixta, 2002 |
Hace 51 años ya, el 9 de abril de 1961, se planteaba Ernesto Guevara la pregunta de si Cuba debía ser considerada una excepción o la vanguardia de la lucha revolucionaria en América Latina.
Era una pregunta justa entonces, y lo sigue siendo hoy, aun cuando haya
cambiado mucho el mundo desde entonces y, con el mundo, hayan cambiado
los términos en que sea posible plantear hoy el problema.
Cabría decir hoy, por ejemplo, que Cuba
ha ocupado una posición de vanguardia en el proceso de formación de la
América Latina contemporánea debido a las características excepcionales
de su propio proceso de formación histórica. De este modo, si en la
coyuntura de los años 60 Cuba resultó finalmente excepcional, esa misma
excepcionalidad desempeñó un papel de primer orden
en su capacidad para enfrentar con éxito las terribles presiones de la
Guerra Fría, y las del ajuste neoliberal que resultó del fin de aquel
período histórico, y desempeñar un papel de excepcional trascendencia
histórica en la preservación de las capacidades de lucha y solidaridad
de nuestra América.
Ese papel de
Cuba en América subyace en una circunstancia en que la América nuestra
se ha constituido en un centro de referencia planetario para la
formación de una cultura y una política nuevas. Ya no sorprende, en
verdad, que Jean Luc Melenchon, el candidato de la izquierda en las recientes elecciones en Francia, reconozca el aporte a la construcción de la propuesta política de su movimiento de la experiencia de los pueblos de Uruguay, Argentina, Ecuador y Bolivia
en el enfrentamiento a las peores consecuencias del neoliberalismo. Y
este aporte, a su vez, llega a Europa a través de los espacios de
participación y dialogo de movimientos como el Foro Social Mundial, nacido y forjado desde la América nuestra también.
No es el caso discutir aquí el detalle de
esa excepcionalidad, aunque es indispensable recordar algunos de los
rasgos que la caracterizan. El primero y más visible de ellos radica en
el hecho de que fuera Cuba la última colonia española en lanzarse a la
lucha por su independencia entre 1868 y 1878, cuando el resto de las
repúblicas hispanoamericanas entraban de lleno a la consolidación de sus
Estados liberales oligárquicos, tras el prolongado período de
conflictos internos que siguió a la independencia conquistada entre 1810
y 1825.
Si bien la guerra del 68 no logró obtener
la independencia por la cual lucharon los cubanos, demostró la
incapacidad de España para derrotar a los insurgentes, con los que se
vio obligada a pactar. Además, y sobre todo, tuvo un impacto decisivo en
la formación de la identidad nacional cubana, y en la depuración de
muchos de los conflictos internos generados por la dominación colonial.
Esto ayuda a entender un segundo rasgo
excepcional. En efecto, la segunda fase militar de la lucha de los
cubanos por su independencia, entre 1895 y 1898, expresó ya todas las
características fundamentales de una guerra de liberación nacional,
encaminada a la conquista del poder político para emprender un vasto
programa de reforma social, económica y cultural, destinado a crear en
la Isla un Estado liberal de carácter democrático y no oligárquico, como
habían llegado a ser los del resto de la región.
A lo anterior contribuyeron dos
circunstancias puntuales. Una, la presencia en el movimiento
revolucionario cubano de un contingente de intelectuales y profesionales
de capas medias sin equivalente en los movimientos de independencia del
comienzos del XIX. La segunda, en que esa intelectualidad, que tuvo en Martí
su más alto exponente, pudo y supo someter a crítica las debilidades
del Estado liberal oligárquico, y los peligros que anunciaba la
fortaleza creciente del imperialismo en el sistema mundial.
La presencia de esa intelectualidad está
vinculada, además, a un tercer rasgo excepcional: el hecho de que los
fines democráticos que alentaban en el proceso revolucionario animaran,
desde mediados de la década de 1880, la creación de los medios políticos
y culturales necesarios para alcanzarlos, de entre los cuales destacan
el Partido Revolucionario Cubano, finalmente establecido en 1891, y su
periódico Patria, que le dio voz y perfil. La singular
modernidad de esos medios ha sido destacada ya por múltiples estudios.
Lo que cabe recalcar aquí es que quienes convocaron a la guerra del 95
lo hicieron a partir de un previo proceso de construcción de un sujeto
político nuevo, que reconocía en el Partido Revolucionario una fuente de
autoridad moral y política en la medida en que participaba de un modo
activo en su vida interna y en la lucha por establecer una república
democrática sobre las ruinas de la última colonia española en América.
El alma de la revolución…
El proceso de creación de estas
condiciones para la lucha de liberación nacional alcanza expresiones de
una singular claridad en tres textos ejemplares de la obra martiana. Nos
referimos al ensayo Nuestra América,
publicado en México y en Nueva York en enero de 1891; al discurso
pronunciado por Martí en el tercer aniversario del Partido
Revolucionario Cubano, en 1894, que ha llegado a nosotros con el título El alma de la revolución, y el deber de Cuba en América y, en 1895, el Manifiesto de Montecristi, que anunció el inicio de la guerra de liberación, y definió lo esencial de sus fines y sus medios.
El primero de ellos, Nuestra América,
sintetiza la crítica martiana al Estado liberal oligárquico, y llama a
su reforma cultural y moral en nombre de la creación de las condiciones
políticas indispensables para resistir con éxito los peligros de la
expansión del imperialismo norteamericano, entonces naciente, sobre las
jóvenes naciones hispanoamericanas. Hay, aquí, un claro llamado a la
joven intelectualidad liberal hispanoamericana, de orientación radical y
democrática – que reconocía en Martí al primero entre sus iguales -,
a conducir aquel proceso de reforma, proclamando la necesidad de
entender que nuestras repúblicas “han purgado en las tiranías su
incapacidad para conocer los elementos verdaderos del país, derivar de
ellos la forma de gobierno y gobernar con ellos”, y que gobernante, en
pueblos nuevos como los nuestros – donde se imita demasiado, se desdeña
lo propio, y se tiende constantemente a reproducir los hábitos del
privilegio -, “quiere decir creador”. Y frente a esa situación propone
el programa mínimo necesario para encararla y superarla. “A lo que es”,
dice, “allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien […] El
espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma de gobierno ha de
avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que
el equilibrio de los elementos naturales del país.
Esta necesidad de conocer, y de gobernar a
nuestros países conforme al conocimiento resultaba tanto más urgente
cuanto que la persistencia de los hábitos del mal gobierno entre
nosotros venían del hecho de que no había sido atendido aún el problema
central de la independencia, que “no era el cambio de formas, sino el
cambio de espíritu”, de lo cual dependía a su vez la posibilidad de una
relación con el sistema mundial guiada por el más sencillo y sensato de
los principios: “Injértese en nuestras repúblicas el mundo;” decía,
“pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas.”
Esta advertencia se hacía aún más urgente
en cuanto se advertía que en ese mundo era visible un peligro para
nuestra América, que no le venía “de sí”, sino “de la diferencia de
orígenes, métodos e intereses entre los dos factores continentales, y es
la hora próxima en que se le acerque, demandando relaciones íntimas, un
pueblo emprendedor y pujante que la desconoce y la desdeña.” Y ante ese
peligro, de un modo característico en toda su obra política, Martí no
se limitaba a advertir el peligro, sino que se adelantaba de inmediato a
proponer a forma más adecuada para encararlo:
El desdén del vecino
formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y
urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca,
la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por el respeto, luego que la
conociese, sacaría de ella las manos. […] Pensar es servir. Ni ha de
suponerse, por antipatía de aldea, una maldad ingénita y fatal al pueblo
rubio del continente […] ni se han de esconder los datos patentes del
problema que puede resolverse, para la paz de los siglos, con el estudio
oportuno y la unión tácita y urgente del alma continental.
Esta visión de nuestra América y su lugar
en el mundo desempeñó un papel de primer orden en la concepción del
programa del Partido Revolucionario Cubano. La independencia de Cuba, en
efecto, no podía tener mejor garantía que la de la afirmación de la del
resto de los Estados hispanoamericanos. Esa íntima relación tiene una
admirable expresión en el discurso que pronunciara Martí en 1894 con
motivo del tercer aniversario de la creación del Partido, titulado –
justamente – El alma de la revolución, y el deber de Cuba en América.
Allí, el carácter democrático del Partido es definido en directa
relación con su propósito mayor: llevar a cabo la empresa, “americana
por su alcance y espíritu, de fomentar con orden y auxiliar con todos
sus elementos reales–por formas que con el desembarazo de la energía
ejecutiva combinan la plenitud de la libertad individual–la revolución
de Cuba y Puerto Rico para su independencia absoluta.”
Tal empresa, a su vez, demanda crear el
sujeto colectivo capaz de llevarla a cabo. Por ello, y para ello, se ha
de entender, dice, que
A su pueblo se ha de
ajustar todo partido público, y no es la política más, o no ha de ser,
que el arte de guiar, con sacrificio propio, los factores diversos u
opuestos de un país de modo que, sin indebido favor a la impaciencia de
los unos ni negación culpable de la necesidad del orden en las
sociedades–sólo seguro con la abundancia del derecho–vivan sin choque, y
en libertad de aspirar o de resistir, en la paz continua del derecho
reconocido, los elementos varios que en la patria tienen título igual a
la representación y la felicidad.
Y añade:
Un pueblo no es la
voluntad de un hombre solo, por pura que ella sea, ni el empeño pueril
de realizar en una agrupación humana el ideal candoroso de un espíritu
celeste, ciego graduado de la universidad bamboleante de las nubes.[…]
Un pueblo es composición de muchas voluntades, viles o puras, francas o
torvas, impedidas por la timidez o precipitadas por la ignorancia. Hay
que deponer mucho, que atar mucho, que sacrificar mucho, que apearse de
la fantasía, que echar pie a tierra con la patria revuelta, alzando por
el cuello a los pecadores, vista el pecado paño o rusia: hay que sacar
de lo profundo las virtudes, sin caer en el error de desconocerlas
porque vengan en ropaje humilde, ni de negarlas porque se acompañen de
la riqueza y la cultura.
“Franca y posible,” – culmina – “la
revolución tiene hoy la fuerza de todos los hombres previsores, del
señorío útil y de la masa cultivada, de generales y abogados, de
tabaqueros y guajiros, de médicos y comerciantes, de amos y de libertos.
Triunfará con esa alma, y perecerá sin ella. Esa esperanza, justa y serena, es el alma de la revolución.”
Definido en esos términos el proceso de
reforma espiritual que demanda la independencia como medio para
erradicar de Cuba el legado terrible del colonialismo, Martí pasa a
considerar ese propósito en el marco del escenario mundial en que ha de
ser llevado a cabo, en los términos más claros y enérgicos. “Hay que
prever,” dice, “y marchar con el mundo”, pues “la junta de voluntades
libres del Partido Revolucionario Cubano,” carecería de valor si,
“aunque entendiese los problemas internos del país,” y el modo de
ponerles remedio, “no se diera cuenta de la misión, aún mayor, a que lo
obliga la época en que nace y su posición en el crucero universal.” Por
lo mismo, añade, es necesario “tener el valor de la grandeza: y estar a
sus deberes.” Y define enseguida el carácter y alcance de los deberes
que demandan ese valor correspondiente a su grandeza:
En el fiel de América
están las Antillas, que serían, si esclavas, mero pontón de la guerra de
una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara
ya a negarle el poder, –mero fortín de la Roma americana;–y si libres,
–y dignas de serlo por el orden de la libertad equitativa y
trabajadora–serían en el continente la garantía del equilibrio, la de la
independencia para la América española aún amenazada, y la del honor
para la gran república del Norte, que en el desarrollo de su
territorio–por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles,
–hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos
menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría
contra las potencias del orbe por el predominio del mundo.
Es un mundo lo que estamos equilibrando: no son sólo dos islas las que vamos a libertar.
Por lo mismo, advierte,
Un error en Cuba, es un
error en América, es un error en la humanidad moderna. Quien se levanta
hoy con Cuba, se levanta para todos los tiempos [porque] la
independencia de Cuba y Puerto Rico no es sólo el medio único de
asegurar el bienestar decoroso del hombre libre en el trabajo justo a
los habitantes de ambas islas, sino el suceso histórico indispensable
para salvar la independencia amenazada de las Antillas libres, la
independencia amenazada de la América libre, y la dignidad de la
república norteamericana.
Pocos meses después, al iniciar el tramo
final del camino hacia su caída en combate, Martí elabora, en diálogo
franco y sincero con Máximo Gómez – junto a Antonio Maceo, grande entre
los grandes de la guerra del 68 – el Manifiesto de Montecristi,
en el que el alma de la revolución se traduce en el llamado a la guerra
que había venido a ser necesaria para encarnarla en una república
nueva, construida con todos y para el bien de todos los que la deseaban.
A esa guerra – concebida como medio para culminar la revolución
iniciada en 1868 – se iba, no invocando la voluntad de uno u otro
caudillo, sino “en virtud del orden y acuerdos del Partido
Revolucionario en el extranjero y en la Isla, y de la ejemplar
congregación en él de todos los elementos consagrados al saneamiento y
emancipación del país, para bien de América y del mundo”.
Ese carácter de empresa colectiva,
concebida y organizada por medios democráticos en nombre del interés
general de la nación cubana, permitía convocar a la guerra necesaria en
Cuba “con la plena seguridad”
de la competencia de
sus hijos para obtener el triunfo, por la energía de la revolución
pensadora y magnánima, y de la capacidad de los cubanos, cultivada en
diez años primeros de fusión sublime, y en las prácticas modernas del
gobierno y el trabajo, para salvar la patria desde su raíz de los
desacomodos y tanteos, necesarios al principio del siglo, […] en las
repúblicas feudales o teóricas de Hispano-América […] que conocían sólo
de las libertades el ansia que las conquista, y la soberanía que se gana
por pelear por ellas.
Cuba, en efecto, volvía a la guerra “con
un pueblo democrático y culto, conocedor celoso de su derecho y del
ajeno; o de cultura mucho mayor, en lo más humilde de él, que las masas
llaneras o indias con que, a la voz de los héroes primados de la
emancipación, se mudaron de hatos en naciones las silenciosas colonias
de América”, y capaz por tanto de constituir su patria “desde sus raíces
[...] con formas viables, y de sí propia nacidas, de modo que un
gobierno sin realidad ni sanción no la conduzca a las parcialidades o a
la tiranía.” Eso eso permitía definir con especial claridad los
propósitos del empeño a que eran convocados los cubanos:
Conocer y fijar la
realidad; componer en molde natural, la realidad de las ideas que
producen o apagan los hechos, y la de los hechos que nacen de las
ideas; ordenar la revolución del decoro, el sacrificio y la cultura que
modo que no quede el decoro de un solo hombre lastimado, ni el
sacrificio parezca inútil a un solo cubano, ni la revolución inferior a
la cultura del país […]:–ésos son los deberes, y los intentos, de la
revolución.
Y permitía eso también poner en su justa perspectiva el alcance de la empresa a que se convocaba:
La guerra de
independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en
plazo de pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran
alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las
Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones [de]
americanas, y al equilibrio aun vacilante del mundo.
…y el deber de América en Cuba
Hay, en el Manifiesto de Montecristi, un párrafo especialmente conmovedor. “Honra y conmueve pensar”, se dice allí,
que cuando cae en
tierra de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por
los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien
mayor del hombre, la confirmación de la república moral en América, y
la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas
derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del
mundo.
Desde la excepcionalidad de su condición
histórica, Cuba ha cumplido sin duda alguna con su deber hacia América.
Su guerra de liberación nacional inauguró nuestra contemporaneidad en el
plano político, como Nuestra América la había anunciado en el
cultural. De esa contemporaneidad da cuenta el carácter de los medios
políticos y culturales creados para abrirle paso, como de la eficacia de
esos medios da cuenta la creación de una identidad nacional cubana
capaz de resistir y persistir ante toda forma de opresión y todo intento
de agresión. Y da cuenta de ella, también, el hecho de que a 117 años
de su caída en combate, podamos hablar con Martí, y no simplemente de
él.
América, la nuestra, cumple hoy por su
parte con su deber hacia Cuba. Se niega a la complicidad con los que
quisieran ver a Cuba excluida de las Américas y, en el momento en que se
renueva de la Patagonia al río Bravo la lucha de nuestros pueblos por
el derecho al ejercicio fecundo de su identidad, se renueva también el
reconocimiento a Cuba por el cumplimiento de los deberes hacia América
que emanan del alma de su revolución. No se le reclaman los errores en
que pueda haber incurrido – derivados, cuando más, del cumplimiento del
mandato martiano de consolar aun a costa del riesgo de errar, “porque el
que consuela nunca yerra” -, sino que se camina con ella en el sendero
de las rectificaciones que se propone, entendiéndolas como la expresión,
allá, del mismo proceso de búsqueda de caminos nuevos hacia un destino
común en que coinciden todas nuestras sociedades.
El alma de la revolución se expresa, hoy, en los hechos que confirman – como lo preveía Nuestra América
en 1891 – que nuestros países “se salvarán porque, con el genio de la
moderación que parece imperar, por la armonía serena de la Naturaleza,
en el continente de la luz, y por el influjo de la lectura crítica que
ha sucedido en Europa a la lectura de tanteo y falansterio en que se
empapó la generación anterior, le está naciendo a América, en estos
tiempos reales, el hombre real.” Ya no somos “una visión, con el pecho
de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño.” El indio ya no
está mudo; el negro ya no está “solo y desconocido, entre la olas y las
fieras”; el campesino encuentra ahora compatriotas solidarios en la
ciudad.
Hoy, de nuevo, se ponen en pie los
pueblos, y se saludan. “«¿Cómo somos?» se preguntan; y unos a otros se
van diciendo cómo son”, mientras los jóvenes de nuestra América se ponen
otra vez “la camisa al codo, hunden las manos en la masa, y la levantan
con la levadura del sudor. Entienden que se imita demasiado, y que la
salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta
generación.” El alma de la revolución está en América, con Cuba, como
está la América atendiendo a su deber en Cuba. Estamos todos, sin duda,
en la hora del recuento y de la marcha unida: ¡Se han puesto en fila los
árboles, de nuevo, y empezamos a andar los pueblos en cuadro apretado,
como la plata en las raíces de los Andes!
Muchas gracias
Bibliografía
Martí, José:
· “Nuestra América.” La Revista Ilustrada de Nueva York, 10 de enero de 1891; El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891.
· “El tercer año del partido revolucionario cubano.” ( El alma de la revolución, y el deber de Cuba en América.) Patria, Nueva York, 17 de abril de 1894.
· Manifiesto de Montecristi. Montecristi, República Dominicana, 25 de marzo de 1895. José Martí / Máximo Gómez
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