Cuba: ¿revolución o reforma? (Fragmento) |
Por Enrique Ubieta • La Habana |
La sospecha en torno a la veracidad de los relatos históricos no es nueva. Ya en las postrimerías del siglo xix el crítico e historiador literario cubano Justo de Lara exponía, a modo de ejemplo, un hecho insólito: una noche de otoño, el rey Carlos xi de Suecia conversaba en una de las habitaciones de su palacio con varios ministros. Desde la ventana pudo ver que el salón principal se encontraba extrañamente iluminado; ninguno de los hombres de su séquito pudo ofrecer una explicación convincente y el Rey decidió acudir al lugar. Lo que vio lo llenó de espanto: sentado en el trono se hallaba un cuerpo ensangrentado, vestido con las insignias reales y en el salón bailaban decenas de seres fantasmales. Esa misma noche, el Rey escribió lo sucedido en un pergamino, que no solo lleva su firma —y el cuño real—, sino la de todos sus acompañantes, en calidad de testigos oculares. El documento, sin duda legítimo, se conserva, pero ¿constituye una prueba histórica?, ¿por qué descartamos su veracidad?, ¿si la historia fuese verosímil, acaso no estimaríamos como definitiva la prueba? La historia narra episodios que no vivimos, y que debemos reconstruir desde nuestros prejuicios y experiencias. La investigación histórica, desde luego, no está desprovista de metodologías que aseguran una imprescindible “objetividad”, pero no puede ni desea desentenderse de la subjetividad humana. Por eso, la sospecha ha sido siempre un recurso de los historiadores revolucionarios, sobre todo porque según una frase sabia, “la historia la escriben los vencedores”, y ellos, pocas veces lo han sido.
En “El último patriota” (1911), uno de sus relatos clásicos, Rómulo Gallegos evoca esa cómoda neblina en la que se encontraban los hechos y los personajes de la historia venezolana: “Lo que él conocía de la historia de su familia no lo aprendió en la lectura, sino de boca en boca de sus mayores que le habían dado aquella tradición de virtudes y proezas sin cuento, y que él había conservado hasta entonces sin cuidarse de comprobar lo que de cierto tenía, como el cándido guardador de las botijas del cuento”.
El relato de Gallegos cuenta la historia de una familia que vivía orgullosa de sus antepasados, y el enfrentamiento entre un padre —ciego defensor de la tradición recibida por vía oral—, y un hijo que, más por esnobismo que por convicción, enarbola las nuevas doctrinas de la historia crítica. La narración termina cuando, movido por el interés de demostrar la veracidad de lo que siempre escuchó, descubre en los hasta entonces intocados papeles de archivo, que todos sus antepasados habían sido realistas, fieros opositores a la independencia. “Y así fue que cuando lo averiguó —escribe Gallegos—, recibió la mayor decepción de su vida. Allí estaba, en letras, mal escrita, pero escrita al fin, la verdad vergonzosa, atenuada en parte por la piedad de los ratones, pero lo bastante completa para ser dura y cruel e irrebatible”. El padre, desilusionado, descuelga cada uno de los retratos de quienes había considerado como patriotas.
Pero fueron las llamadas teorías de la postmodernidad —herederas y auspiciadoras a la vez de una sensibilidad decepcionada, propia de otro final de siglo que parecía llevarse a la vez, las esperanzas y los horizontes—, multiplicada en otros muchos, reales o supuestos post: una era post—comunista, post—revolucionaria, post—industrial, etc., que se refugiaba incluso en un postboom literario empeñado en sustituir a Macondo —desde las páginas del diario más conservador de Chile— por McOndo, las que adoptaron el cinismo como metodología. La verosimilitud sustituyó a la verdad. Los héroes se declararon inexistentes, “construcciones mitológicas” o ideologemas del Poder.
Cada héroe debía tener un origen “mitológico”: un cobarde, por ejemplo, imposibilitado de dominar sus piernas, en lugar de correr hacia la retaguardia, corría hacia el frente de batalla; sus compañeros lo seguían de forma irreflexiva. Moría acribillado a balazos, claro, pero los suyos tomaban por sorpresa al enemigo y obtenían una victoria inesperada. Alguien fabulaba: “yo escuché cómo gritaba ¡adelante, al combate!” Y aquel cobarde pasaba a las páginas de los libros de historia como héroe. La década de los noventa presenció la estrepitosa caída del panteón soviético —derrumbe que incluyó a los héroes falsos y a los verdaderos—, y la brusca sustitución de la épica revolucionaria, por un feroz intimismo. Esa convicción cínica es la que sustenta el desparpajo con el que la contrarrevolución reclama su “derecho” a construir héroes: cualquier muerto es bueno.
En sectores intelectuales se abrió desde la primera mitad de los años noventa un fuerte debate en torno a la legitimidad histórica de la Revolución Cubana. Tres fechas marcaron de manera oportuna la discusión: 1995, centenario de la caída en combate de José Martí; 1998, centenario de la intervención norteamericana en la guerra hispanocubana; y 2002, centenario de la instauración de la República neocolonial. Y una que las antecedía y determinaba a todas, dotándolas de un sentido histórico nuevo: el derrumbe en 1991 de lo que se llamó el campo socialista. Una tendencia revisionista de la llamada “historia oficial” de la Revolución trató de pasar inadvertida, camuflada entre quienes abogaban con razones plausibles a favor de una comprensión de la historia más abarcadora, que superara sectarismos u omisiones. Pero para la restauración del capitalismo era necesaria una mirada al pasado que repusiera en sus antiguos pedestales a los representantes de la tradición liberal. La literatura de la restauración acumula ya una profusa lista de títulos, desde Cuba: fundamentos de la democracia. Antología del pensamiento liberal cubano desde fines del siglo xviii hasta fines del siglo xx, que compilara Beatriz Bernal y prologara Carlos Alberto Montaner en 1994, hasta los más recientes ensayos históricos de los nuevos ideólogos “ilustrados” de la contrarrevolución.
En dos circunstancias al parecer favorables se apoyaba la operación: el sentido pendular de la sensibilidad social, cansada de una retórica y dispuesta a asumir otra que pareciera nueva y el hecho de que todos los ciudadanos del país de hasta sesenta años o menos, habían crecido o nacido después de 1959. Los promotores y cultivadores de ese “revisionismo” de intenciones políticas, trataban de acaparar para sí los resultados de brillantes historiadores revolucionarios que desentumían en los años noventa los estudios del pasado. Pero la historia revisitada con una mirada más amplia, liberada de sectarismos y conceptos seudomarxistas, también iluminaba las razones de un proceso que sorpresivamente había saltado por encima del muro que la caída del Muro había establecido.
Sin embargo, la reivindicación de una “historia total” que superara omisiones o excesivas preeminencias a veces se confundía —sin “malas” o con “malas” intenciones— con la imposible pretensión de hacer pasar por “buenos” a todos sus actores. Es una premisa que intentaba rescatar viejos ídolos para luego enterrar los nuevos: una historia en la que Julio Lobo y Orestes Ferrara —dos millonarios de dudosa ética social—, regresarían como héroes a las páginas sociales de una prensa hecha para reproducir precisamente sus valores. Que la Revolución socialice la colección napoleónica privada de uno de esos magnates en el palacio (convertido en museo) del otro, no significa, como quisiera Ponte, el regreso de ambos al panteón de los héroes. Insisto en esto, porque no existen académicos más honrados y obsesionados con la verdad que los revolucionarios.
Es cierto que el afán manualístico de las humanidades —puesto que el conocimiento debe llegar a todos, nada parecía más efectivo que un manual—, estuvo en ocasiones peligrosamente sesgado por la política. Esto a pesar de la exigencia ética de Fidel, que corrigió públicamente el intento de extirpar de un texto de José Antonio Echeverría sus alusiones a Dios. Pero si se habla de historia, el referente debe ser el de los historiadores: no tiene sentido analizar los límites (las carencias o los excesos) de la historia escrita, siguiendo el discurso de los periodistas o de los políticos. Es absolutamente legítimo e inevitable que la política se sirva de la historia —la memoria de una sociedad no es un camposanto o un mausoleo, sino una sala de partos; la historia no es pasado, es futuro—, y los discursos históricos de los políticos tienen finalidades políticas. Los historiadores, en cambio, son los encargados de corregir, de matizar, de aportar elementos obviados o desconocidos, lo que tampoco significa que sean asépticos, o neutrales. Por lo general, las apropiaciones que la política revolucionaria hace de los hechos históricos son de esencia; y la mayoría de las veces, las descalificaciones que la política contrarrevolucionaria —apoyada en historiadores de igual filiación ideológica— hace de aquellas apropiaciones, son de índole formal o simplemente arqueológica. Por ejemplo, existe el mito del juramento de Bolívar en el Monte Sacro —si se quiere calificar así—, recreado por Chávez en el Samán de Güere: un acto esencialmente simbólico. Los historiadores venezolanos que sirven a la contrarrevolución han tratado de demostrar que aquel primer juramento nunca existió: “La reconstrucción de lo que dijo Bolívar es apenas posible. Cuarenta y cinco años después del suceso, Simón Rodríguez dio una descripción novelística del famoso juramento, obviamente una invención imaginaria; su valor histórico es nulo”. Como si esa descalificación “arqueológica” pudiese anular el símbolo. Otro ejemplo: Salvador Allende probablemente se quitó la vida de un disparo en La Moneda. ¿Suicidio? No, asesinato. Lo mató la Junta Militar que bombardeó el palacio presidencial. No digo que los historiadores no aporten las precisiones que contribuyan a una visión más integral y exacta de los hechos; pero los pueblos desechan las minucias, y se apropian de las esencias.
En Praga comprendí de golpe una verdad pavorosa: la “historia total” de la restauración es fascista. El capitalismo no se sustenta en el “saber conquistado” —no necesita por ello alfabetizar, ni llevar a las masas a la universidad—, sino en el “placer posible”. Si ahora promete un saber “total” es solo porque enfrenta a una Revolución en el poder y a una población acostumbrada a pensar. La reconstrucción de la historia en Europa del Este se sustenta en una manipulación de los sentimientos (con verdades, medias verdades y mentiras), que permite la anulación absoluta de cualquier tradición revolucionaria capaz de ser regenerada. Solo los historiadores revolucionarios son capaces de ofrecer una historia total, sin falsos objetivismos, porque solo la Revolución necesita de todo el saber histórico.
Ciertas calles de Berlín han articulado, a diferencia del KGB Bar de Estocolmo o del Habana Café de La Habana, una lógica anticomunista, en la que el desorden expositivo es solo aparente. Berlín no es un bar, es un museo del anticomunismo. Vitrina del triunfo capitalista sobre el socialismo “real” —escenario histórico de uno de los sucesos más efectistas del derrumbe del Este, y también capital de uno de los principales países imperialistas—; en ella el mercado, supuestamente ciego, hace política. Quizá el lugar más emblemático sea el otrora Checkpoint Charlie, famoso paso fronterizo. Retratos gigantes a color de un guardia soviético que mira al Oeste y de uno norteamericano que mira al Este, flanquean el lugar en ambas direcciones. Los turistas se fotografían frente a la caseta. Pero a lo largo de la calle —un poco antes y un poco después—, más en contacto con el transeúnte, los turistas verán fotos de la represión en el Este, comprarán objetos de “los vencidos” (banderas, sellos, medallas, bustos, insignias, cascos militares, cantimploras) y visitarán museos privados que explican la historia desde la perspectiva de “los vencedores”.
Algunos objetos se exhiben en plena calle, a la intemperie, como trofeos de guerra: la supuesta última bandera soviética que ondeó en el Kremlin, ya ajada y descolorida (no puedo dejar de asociar ese acto de escarnio público al mayor símbolo de un Estado y de una militancia, con la conocida imagen en la que los soldados soviéticos colocaban la bandera roja de la hoz y el martillo sobre el Reichstag, ¿venganza histórica?), y la placa de bronce con la imagen a relieve de Leonid Ilich Brezhnev, quien fuera secretario general del PCUS durante muchos años, robada de la casa donde viviera hasta su muerte. Dos trofeos que cumplen el sueño dorado del nazismo. En Berlín yacen, repitiendo los antiguos rituales medievales de guerra, la bandera del enemigo y en lugar de la cabeza del jefe vencido, la tarja arrancada de su hogar.
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